PAOLA KRUM
  EPITAFIOS (2004)
 





 HBO realizada por Pol-ka se verá en abril. Julio Chávez, Paola Krum  y Antonio Birabent encabezan el elenco. Es la primera producción de la señal internacional en la Argentina.


La clásica frase amenazante cambia. El verbo, también. Hay corridas, cables que complican, sonidos que se filtran, clima de trabajo. Sólo que eso de vamos, muchachos, que se nos viene la noche no asusta a nadie. 
Bienvenida sea la noche para el equipo de Epitafios, la miniserie de HBO realizada por Pol-ka, la productora de Adrián Suar. Con más misterios que verdades, y más sombras que luces, la grabación toma cuerpo cuando la ciudad duerme. Y cuando los actores, a una semana de haber empezado, bostezan con el reloj de su lado. Son las tres de la mañana, hace frío en Villa Devoto, y la clásica frase amenazante está por sonar cambiada. Vamos, muchachos, que se nos va la noche.

Quizás, cuando dentro de cinco meses los 13 capítulos estén listos, ninguno de ellos sienta que iba a contramano, pero las caras y los gestos de las 50 personas —entre actores y técnicos que van y vienen por la vieja casona de José Cantilo al 4500 acusan recibo de la deshora. Y eso que se ve poco: muchas velas encendidas y chorreadas sobre viejos baldosones graníticos, arañas apagadas, una máquina que produce humo para fijar la idea de las tinieblas.

Protagonizada por Julio Chávez, Antonio Birabent y Paola Krum, la miniserie llegará a la pantalla de HBO entre fines de marzo y abril y será la primera de manufactura argentina que la señal de cable estrene en Latinoamérica. Con libros de los hermanos Walter y Marcelo Slavich (El garante), el guión derrama sangre, dolor y muertes. Y huele a misterio.

Qué mejor marco que la madrugada, el momento en el que se grabará el 70 por ciento del programa. Por luz. Por ritmo urbano. Por esa mística que encuentra eco en esas especies de fogones que en los altos de grabación arma la gente de producción entre rondas de mate y camperas prestadas. Sin los curiosos del caso, ni la necesidad de cortar el tránsito o de pedir autorización especial para estacionar los dos motorhome (camarines rodantes) contratados.

De uno baja Chávez, cordial y cansado. Hace dos horas terminó de dar clases de actuación y aún no pudo hacerle trampa a su reloj biológico. Nadie le teme a su estado y queda comprobado: se enciende la cámara y la magia lo transforma. Mientras le presta el cuerpo a las palabras del guión, da cátedra sin proponérselo.

En la piel de Renzo Márquez, deambula entre los fantasmas que supuestamente pueblan esa casa en la que aparece un cadáver destrozado. Así, con dos piernas tendidas en un sillón y dos manos apoyadas sobre un individual de tela, mientras el reloj de su muñeca marca la 1.25 de un día cualquiera, arranca este ciclo de suspenso que gira en torno a las miserias de un asesino serial.

En realidad, la historia remite permanentemente a un hecho ocurrido hace cinco años en un colegio, cuando cuatro chicos murieron luego de que un profesor despedido los tomara de rehenes. El policía que interpreta Chávez (Renzo) intentó liberarlo y falló. Por eso dejó la fuerza. Cuando el programa regrese a su tiempo actual (es decir, cinco años después de la tragedia), el ex policía decidirá intervenir ante una serie de crímenes que agitan la bandera de la venganza.

Y aquí está Renzo. Que en el jardín de la casona de Devoto se topa con dos fosas recién cavadas, una pala de jardinero y dos lápidas. O epitafios. En una dice Comisario Eugenio Benítez, aquí yace quien nunca debió. Benítez es Lito Cruz, que ahora repasa letra en el vestíbulo, mientras el apuntador le sopla bajito. En la otra, sobre fondo negro, se lee Renzo Márquez, Laura Santini. Yacen aquí los que desataron el viento de fuego. Santini es Paola Krum, que puertas adentro del otro motorhome intenta borrar con un polvo tapaojeras el paso de las horas.

La casa de estilo neofrancés, que se levanta majestuosa en la esquina de Cantilo al 4500, supo ser la residencia de Francisco Beiró. Un bronce con su estampa lo recuerda en un rincón del living, sepultado por una de las tantas telas blancas que la producción colgó y descolgó buscando crear un clima tenebroso. Pol-ka alquiló esta casa —con pisos de pinotea original y cierta falta de mantenimiento— a dos de las descendientes del diputado radical que en unas semanas volverán a ocuparla. Por ahora remite más a estudio de TV que a búnker juvenil.

Jorge Nisco, uno de los dos directores —el otro es Alberto Lecchi y se dividen dos capítulos cada uno— sale a escena, con las cámaras apagadas, claro. "Más enérgico y menos estirados los silencios", le aconseja a Cruz, que va por la cuarta toma de la escena 5: está agachado junto a la fosa que tiene su nombre. Al pararse, se desmorona un bloque de tierra. Antes de repetir la acción, un asistente barre, intentando sacarle tierrita a la tierra. Rarezas a las que obliga la ficción. Riguroso, Marcos Hernández, jefe de producción, ordena que alguien rocíe la tumba con agua para recrear el estado inicial. Pasan 15 minutos. Licencias de tiempo que permite un ritmo más cercano al cine que a la TV: de hecho, se realizan dos capítulos y medio por mes, con jornadas de 12 horas.

A medida que corra la trama, irá apareciendo el resto del elenco, que incluye, entre otros, a Luis Luque, David Masajnik, Lucrecia Capello y Villanueva Cosse.

Mientras se levanta la estructura técnica montada en el jardín, se ordena el living donde Renzo se topará con los brazos cortados de la primera víctima. El guión dice que se impresionará, quizás tanto como lo está Chávez al espiar esas manos de látex con pelos reales, bañadas en glucosa colorada. No dice nada, pero pone cara. Quizás no sea sólo el realismo del cuerpo. Tal vez sea la hora del reloj que tenía el muerto. Marca las cuatro menos cinco. Y ahí no hay truco.

Era de madrugada, pero no estaba solo.
Silvina Lamazares. .
slamazares@clarin.com




 
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